Este pasado 26 de septiembre se celebró el Día Interamericano de las Relaciones Públicas, fecha instituida por la Federación Interamericana de Asociaciones de Relaciones Públicas en 1960 con el propósito de visibilizar el valor de la profesión, reforzar su identidad y recordar que las Relaciones Públicas son mucho más que eventos y prensa: constituyen una herramienta estratégica de confianza y desarrollo social. Ahora bien, ¿se comprende realmente la profundidad de su función?

El término “Relaciones Públicas” ha sido estigmatizado a lo largo de los años, asociado de manera simplista a la prensa y a la organización de eventos corporativos, cargando así con su propio problema de imagen. Un oficio que nació para generar confianza y construir reputación hoy sufre del mismo mal que pretende resolver. En muchas juntas directivas de empresas latinoamericanas, cuando alguien menciona “Relaciones Públicas”, todavía se piensa en ruedas de prensa, eventos o, en el mejor de los casos, en obtener una buena nota en los medios de comunicación tradicionales o digitales.

Esto no es casual. El término se instaló en el siglo XX de la mano de grandes corporaciones multinacionales que practicaban, sobre todo, la intermediación con los medios. La métrica del éxito eran los centímetros por columna publicados y los accesos puntuales al poder. Esa herencia aún pesa y generó la asociación con la cobertura periodística y el “lobby”, reduciendo la disciplina a una visión estrecha para la gerencia, más vinculada a la táctica que a la gestión de reputación.

De hecho, el término “Relaciones Públicas” ha ido perdiendo fuerza. Según el ranking 2024 de Provoke Media, menos del 10 % de las 250 principales agencias del mundo en esta materia mantiene el término “Public Relations” o “PR” en su nombre. En su lugar, proliferan denominaciones como “Communications”, “Corporate Affairs” o “Strategic Advisors”, en un intento por reivindicar el carácter estratégico de la función.

Aun así, en esos mercados el término conserva cierto peso, sostenido por asociaciones como la PRSA, la IABC o la Arthur W. Page Society, así como por universidades que ofrecen carreras y maestrías específicas en la materia, y por firmas globales que conectaron la función con métricas de negocio. El contraste es evidente: mientras en EE. UU. o Europa la profesión ganó respeto y percepción de valor para las organizaciones, en América Latina utilizar esa etiqueta parece limitarla y restarle influencia.

La paradoja es clara: el término “Relaciones Públicas”, que debería representar una llave maestra para abrir puertas de confianza, gestionar intangibles y fortalecer la posición competitiva de las organizaciones, pareciera haber quedado reducida a abrir algunas pocas puertas que dirigen a ciertas actividades específicas y tácticas.

En mi experiencia, más de una vez ha sido necesario rebautizar el área de relaciones públicas de una organización para reposicionarla a nivel estratégico. Y, por supuesto, no se trata solo de un cambio de nombre, sino una resignificación de la función para la organización a partir de su relación con la gobernanza, y la redefinición de sus procesos, ámbitos y alcance, creando una “oferta de valor” tangible que contribuya directamente al bottom line de la empresa.

En algunos mercados, las nomenclaturas varían según el nivel táctico o estratégico. Aunque pueda haber algún funcionario con el título de relaciones públicas, se ha extendido la figura del DIRCOM/CCO (Chief Communications Officer). Desde una aproximación integral a la gestión de asuntos corporativos, este rol en algunos casos ha alcanzado un asiento en el comité ejecutivo. El DIRCOM/CCO suele reportar directamente al CEO y participa en decisiones críticas como fusiones, adquisiciones, litigios, manejo de crisis, activismo social, relacionamiento con reguladores e inversionistas, entre otras funciones. Se convierte en el alfil que se ubica junto al rey o la reina en el intrincado tablero del ajedrez corporativo; es decir, una pieza cercana al poder, que no siempre se ve, pero resulta decisiva en la estrategia.

Hoy, un DIRCOM/CCO trabaja para asegurar su lugar en las instancias de gobierno que le corresponden. Implementa dashboards de confianza y reputación, fija lineamientos para las comunicaciones de la organización (considerando ya el impacto de la IA/GenAI), mapea stakeholders críticos y construye planes de relacionamiento específicos. Además, levanta inteligencia de contexto, establece y gestiona relaciones con reguladores e inversionistas, anticipa riesgos reputacionales y prepara a la organización para lo peor a partir de ejercicios de crisis multicanal.

En América Latina, sin embargo, estas áreas suelen estar subordinadas, con poca capacitación, personal insuficiente y presupuestos reducidos. La consecuencia es clara: sin un lugar en la mesa estratégica, sin recursos apropiados y sin capacidades para anticipar riesgos y aportar valor, su efectividad queda muy limitada.

Los costos de la miopía al no comprender el valor de la función son evidentes. El Edelman Trust Barometer 2024 señala que el 61 % de los consumidores en América Latina deja de comprar marcas en las que pierde confianza. Un estudio de Weber Shandwick estima que el 63 % de los ejecutivos considera que el valor de mercado de una empresa está directamente ligado a su reputación. Y una investigación de Deloitte establece que el 87 % de los ejecutivos consultados percibe la reputación como su principal riesgo, por encima de otros riesgos estratégicos. En conjunto, los tres estudios apuntan a lo mismo: la reputación ya no es un tema de imagen, sino un activo financiero que impacta de lleno en el valor de las compañías.

Esta diferencia de enfoque entre regiones no se explica únicamente por los modelos empresariales, sino también por factores culturales. La tradición de empresas familiares y jerárquicas en América Latina limita, muchas veces, la visión estratégica de la comunicación. La oferta académica, en muchos casos, continúa centrada en el periodismo o el marketing, sin preparar comunicadores estratégicos (aunque esto está cambiando). La presión regulatoria y mediática es distinta a la de EE. UU. o Europa, lo que reduce incentivos para profesionalizar la función. Y, como si fuera poco, la propia etiqueta de “Relaciones Públicas” arrastra connotaciones anticuadas, muy alejadas de las necesidades actuales de gestión.

Transformar esta realidad exige esfuerzo y comprensión. No basta con “renombrar” un área: es necesario darle un nuevo significado para la organización y un asiento en la mesa de decisiones, involucrarla en las instancias estratégicas del negocio, exigirle métricas claras que conecten su trabajo con resultados tangibles y establecer la transversalidad necesaria para que opere con autonomía e influencia en toda la organización. Entre sus responsabilidades estará investigar y diagnosticar sistemáticamente el estado de la confianza, la reputación y la licencia social para operar, relacionando esos indicadores con costos evitados, acceso a financiamiento o preferencia del cliente.

El “problema” de las Relaciones Públicas en América Latina no radica en su esencia, sino en la manera en que se perciben y ejercen. Mientras no se les dé un carácter estratégico en su alcance y ejecución, se las seguirá viendo como una herramienta táctica, circunscrita a actividades específicas, y permanecerán atrapadas en su estigma.

No se trata de aparecer en la prensa, sino de construir legitimidad; no se trata de brillar en un evento, sino de establecer relaciones clave; no se trata de apagar incendios, sino de anticipar riesgos y dar certezas en momentos críticos. América Latina tiene talento y buenos ejemplos, el reto es romper con esa visión reduccionista y reconocer que las Relaciones Públicas son un puente indispensable de interacción con el mundo exterior a nuestras organizaciones, y como quiera que usted la desee llamar, esta es una función fundamental que puede convertirse en un seguro de reputación, una palanca de confianza y una fuente de valor tangible para su organización.